DESPROPóSITOS: LA GASTRONOMíA ESTá ROTA

Me gusta comer, no me escondo. Escribí en torno a la gastronomía durante (creo) casi unos veinte años. Dos décadas facturando. De tanto en tanto vuelvo, porque tiene razón Laura: nunca me fui. Si algún día me diese por hacer un Excel (no ha pasado), el grueso del gasto en casa serían hoteles y restaurantes. Sin ningún lugar a dudas. Sigo pensando —de verdad, de corazón, lo sigo pensando— que lo que sucede en torno a una mesa es una de las cosas más bonitas de la vida. En torno a una mesa, por cierto, fue un artículo que escribí para esta cabecera, hace exactamente diez años.

Y, sin embargo, creo que la gastronomía está rota. O mejor dicho: el circo que hemos montado alrededor de ella. Tanta tontería, tanto premio inútil, tanto sarao al que solo van ellos, tanta lista que no le importa a nadie (de verdad de la buena: a nadie), tanto ego desmedido, tanta nota de prensa, tanto congreso de “alta cocina”, tanto traje del Emperador sin que nadie diga que en realidad el colega va desnudo. Pero es que va desnudo. La peña está en los bares, en las terrazas, bebiendo birras (no vino, lamentablemente), pidiendo croquetas, hablando de sus cosas. Viviendo, o sea.

Ni usa sola persona de mi entorno (periodistas y gentes de la cultura) me ha comentado estas semanas una sola palabra acerca de todo este castillo de naipes. Niente. Hemos hablado de los planes para este verano, de qué demonios desayunará Bruce Springsteen y hasta de La Casa del Dragón, pero ni papa ni de esta lista llamada Opinionated About Dining (OAD) —la gala se celebró en el hotelísimo Mandarin Oriental Ritz — ni tampoco de The World's 50 Best Restaurants ni mucho menos de quién es el último triestrellado. Si es lo que hubo. Que no lo recuerdo ahora mismo. Mentira, hace poco una compañera de curro (es cirujana) de mi hermana me preguntó si le recomendaba el restaurante de Ricard Camarena para celebrar su aniversario. Que le habían dicho que estaba guay. Que había leído algo en la Guía Hedonista. “Sí, está muy guay”. Punto.

Cuando viajamos prácticamente no vamos a gastronómicos. Por dos razones. La primera (y más importante) es que a Laura no le sienta muy bien zamparse treinta y cinco platos, una ronda de snacks (que por cierto, siempre son los mismos snacks: ya estés en Estocolmo o en Cáceres) prepostre, postre y petit fours. Siempre, por cierto, son los mismos petit fours. Segunda razón, cuando bajamos a cenar me gusta hablar con mi mujer, comentar nuestras cosas, dedicarnos ese ratito a nosotros. Creo que para eso pagamos. Una interrupción cada cinco minutos para soltarme un rollo que no he pedido en torno a la creatividad del chef tras el plato no es exactamente mi idea de un plan fascinante. Quiero comer, beber champán, ser feliz. Tampoco pido tanto. Creo.

Mentira, sí que voy a gastronómicos. Claro que voy. Cómo no voy a ir si me late dentro. Lo hacemos así: si es un restaurante con carta vamos juntos, si no, bajo solo a cenar (con un libro) y ella se pide un sándwich club mientras sigue con Succession. Casi siempre lo pasa mejor ella. La ruta aproximada de los últimos meses: Noma, Alchemist, Epicure, OSA, Etxebarri, DINS, Jondal, Agreste, Amar, Saddle, La Salita, La Loggia. Escribo este último párrafo en el tren de vuelta a casa, tras comer en Los 33, plaza de Las Salesas. Lo hemos pasado bien. No han inventado la rueda: es que no hace falta. Antes de subirme al taxi paseo por este Madrid todavía cubierto de primavera, con la tontería de las copas encima, qué bonita es esta ciudad cuando no tienes prisa. Mando también un email, es para reservar en Brizza, una de esas poquitas mesas sobre la arena de la playa de Taormina, en Villa Sant'Andrea. Le escribo un whatsApp a Laura: “A lo mejor te tienes que comprar un vestido bonito”. Eso era. Eso es.

Ver más artículos

SUSCRÍBETE AQUÍ a nuestra newsletter y recibe todas las novedades de Condé Nast Traveler #YoSoyTraveler

2024-06-21T08:46:52Z dg43tfdfdgfd